San Basilio (c.330-379)
monje y obispo de Cesarea de Capadocia, Doctor de la Iglesia
Homilía sobre la fe
El alma que ama a Dios nunca está satisfecha, pero hablar de Dios es una verdadera osadía: nuestras mentes están muy lejos de tan gran cosa. Cuanto más se avanza en el conocimiento de Dios, más se siente la propia impotencia. Así fue para Abraham, así fue también para Moisés: aunque pudieron ver a Dios -en la medida en que es humanamente posible-, ambos se hicieron los más pequeños. Abraham se refirió a sí mismo como «polvo y ceniza»; Moisés dijo de sí mismo que era torpe y lento en el habla (Gn 18, 27; Ex 4, 10). De hecho, estaba dando testimonio; la debilidad de su lengua dio voz a la grandeza de Aquel a quien captó su mente. Hablamos de Dios, no como es, sino en la medida en que podemos captarlo.
En cuanto a ti, si quieres decir o entender algo acerca de Dios, deja atrás tu naturaleza corporal, abandona tus sentidos corporales. Eleva tu mente por encima de todas las cosas creadas y contempla la naturaleza divina: está ahí, inmutable, indivisible, inaccesible luz, gloria resplandeciente, bondad apetecible, belleza inimitable por la cual el alma está herida pero incapaz de expresarse dignamente en palabras.
Está el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre es el principio de todas las cosas, la causa del ser de todo lo que es, origen de los seres vivos. Él es aquel de quien brota la fuente de la Vida, de la Sabiduría, del Poder, la Imagen que se asemeja perfectamente al Dios invisible: el Hijo, engendrado del Padre, Verbo vivo, que es Dios y se vuelve hacia el Padre (1Cor 1, 24; Heb 1, 3; Jn 1, 1).
De este nombre 'Hijo' aprendemos que comparte la misma naturaleza: no es creado por un orden sino que resplandece incesantemente desde dentro de su propia sustancia, uno con el Padre desde toda la eternidad, igual a él en bondad, participando de su gloria. Y cuando nuestro intelecto se haya purificado de todas las pasiones terrenales y haya dejado de lado toda criatura sensible, como un pez que sube de las profundidades a la superficie, devuelto a la pureza de su creación, entonces verá al Espíritu Santo, donde se encuentran el Hijo y el Padre.
Este Espíritu, siendo de la misma esencia según su naturaleza, posee asimismo todo bien: bondad, rectitud, santidad, vida. Así como el arder pertenece al fuego y el resplandecer a la luz, así tampoco se le puede quitar al Espíritu Santo la tarea de santificar o dar vida que de bondad y rectitud.
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