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El discípulo que "entró en el misterio de Dios" (Col 2,2-3)



Ruperto de Deutz (c.1075-1130)

monje benedictino

Las obras del Espíritu Santo


En proporción a la gracia que hizo que Jesús lo amara y le permitiera reposar sobre el pecho de Jesús en la Cena (Jn 13,23), Juan recibió abundantemente [los dones del Espíritu] de entendimiento y sabiduría (Is 11,2) – entendimiento con la que comprender las Escrituras, sabiduría con la que componer sus propios libros con maravillosa destreza. De hecho, no recibió este don desde el momento en que reposó sobre el pecho del Señor, aunque posteriormente pudo sacar de ese corazón “en el que están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col 2, 3). Cuando dice que cuando entró en el sepulcro “vio y creyó”, reconoce que “todavía no entendían la Escritura de que Jesús tenía que resucitar de entre los muertos” (Jn 20, 9). Como todos los demás apóstoles, Juan recibió su plenitud cuando vino el Espíritu Santo [en Pentecostés] y cuando a cada uno de ellos le fue dada la gracia “según la medida del don de Cristo” (Ef 4, 7).


El Señor Jesús amó a este discípulo más que a todos los demás... y le abrió los secretos del cielo... para hacer de él el autor de ese profundo misterio que el hombre nada puede decir de sí mismo: el misterio de la Palabra, de Dios. La palabra, el Verbo hecho carne. Este es el fruto de ese amor. Sin embargo, aunque lo amaba, no fue a él a quien Jesús le dijo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). Mientras amaba a todos sus discípulos, y especialmente a Pedro, con amor en la mente y en el alma, nuestro Señor amó a Juan con el amor de su corazón. En el orden del apostolado Simón Pedro recibió el primer lugar y las “llaves del Reino de los cielos” (Mt 16,19); pero Juan ganó otra herencia: el espíritu de entendimiento, “gran gozo y alegría” (Sir 15,6).

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