San Clemente de Alejandría (150- c.215)
teólogo
“Como a los lactantes, seréis llevados en sus brazos y acariciados en su regazo; como la madre consuela a su hijo, así os consolaré yo» (Is 66, 12-13). La madre abraza a sus hijos y nosotros buscamos a nuestra propia madre, la Iglesia. Cualquier cosa débil e indefensa, cuya debilidad necesita apoyo, es dulce y vulnerable y entrañable: Dios no niega su ayuda a nada tan joven. Los padres dedican particular dulzura a sus pequeños;... del mismo modo, el Padre de toda la creación reúne en sí a todos los que en él se refugian, los regenera por su Espíritu y los adopta como hijos suyos. Sabe lo tiernos que son y son a ellos a los que ama, ayuda y protege; por eso los llama sus hijitos, (cf Jn 13,33).
El Espíritu Santo, hablando por boca de Isaías, aplica la expresión “niño” al mismo Señor: “Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos es dado…” (Is. 9,5). ¿Quién es este niño, entonces? ¿Este recién nacido a cuya imagen también nosotros somos niños? A través del mismo profeta, el Espíritu describe su grandeza: “Maravilla-Consejero, Dios-Héroe, Padre-Eterno, Príncipe de Paz” (v.6).
¡Oh gran Dios! ¡Oh niño perfecto! El Hijo está en el Padre y el Padre está en el Hijo. ¿Cómo podría no ser irreprochable la enseñanza que da este niño? Nos incluye a todos para guiarnos a todos, sus hijos. Él ha extendido sus manos hacia nosotros y hemos puesto en ellas toda nuestra fe. De este niño también dio testimonio el mismo Juan Bautista: “He aquí”, dijo, “el Cordero de Dios” (Jn 1,29). Puesto que la Escritura ha llamado a los niños “corderos”, ha llamado “Cordero de Dios” al Verbo de Dios que se hizo hombre por nosotros y que quiso ser en todo semejante a nosotros, el mismo Hijo de Dios, hijo del Padre.
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