Isaac de Stella (?-c.1171)
monje cisterciense
Sermón 39, 2-6; CC 207
«Es por Beelzebul, el príncipe de los demonios, que expulsa los demonios». Es propio de los malhechores, movidos por la envidia, cerrar los ojos lo más que pueden a los méritos ajenos y cuando, vencidos por la pruebas, ya no pueden hacerlo, para depreciarlas o infravalorarlas. Así, cuando la multitud se regocijaba en la devoción y se maravillaba al ver las obras de Cristo, los escribas y fariseos, o cerraban los ojos a lo que sabían que era verdad, o derribaban lo grande, o subestimaban lo bueno. Una vez, por ejemplo, fingiendo ignorancia, le dijeron al que había realizado tantos signos maravillosos: «¿Qué señal puedes hacer tú para que creamos en ti?» (Jn 6, 30). En este caso, incapaces de negar descaradamente los hechos, los desprecian perversamente, y los devalúan diciendo: «Es por Beelzebul, el príncipe de los demonios, que expulsa a los demonios».
Ahora bien, esto, queridos hermanos, es la blasfemia contra el Espíritu que ata a todos los que él ha apresado con las cadenas de un pecado eterno. Esto no quiere decir que sea imposible para el arrepentido obtener el perdón de todo si «produce frutos como prueba de su arrepentimiento» (Lc 3, 8). Lo único es que, aplastado bajo tal peso de malicia, le falta fuerza para alcanzar ese arrepentimiento honorable y digno de perdón. El que, percibiendo las pruebas de la gracia y de la obra del Espíritu Santo en su hermano, no tiene miedo de socavar, calumniar y atribuir descaradamente al espíritu maligno lo que claramente sabe que es del Espíritu Santo: tal persona ha sido tan abandonada por este Espíritu de gracia que ya no desea el arrepentimiento que obtendría su indulto. Está completamente a oscuras, cegado por su propia malicia. En efecto, ¿qué podría ser más grave que atreverse, por envidia del hermano a quien se le había mandado amar como a sí mismo (Mt 19, 19), a blasfemar la bondad de Dios e insultar su majestad queriendo desacreditar a un hombre?
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