San Ambrosio (c.340-397)
Obispo de Milán y doctor de la Iglesia
Comentario al Evangelio de San Lucas, V, 89; SC 45

La misericordia de Dios se deja conmover rápidamente por las lágrimas de esta madre. Es una viuda; el sufrimiento o la muerte de su único hijo la han aplastado... Me parece que esta viuda, rodeada de una multitud, es más que una simple mujer que merece la resurrección de su joven y único hijo por sus lágrimas. Ella es la imagen misma de la Santa Iglesia que, con sus lágrimas, en medio del cortejo fúnebre y al borde de la tumba consigue la restauración a la vida de los jóvenes del mundo... Porque a la palabra de Dios los muertos resucitan (Jn 5,28), recuperan el habla y la madre recupera a su hijo. Se le llama de nuevo desde la tumba, se le saca del sepulcro.
¿Qué es esta tumba tuya sino tu mal comportamiento? Tu tumba es la falta de fe... Cristo te libera de este sepulcro. Si escuchas la palabra de Dios saldrás del sepulcro. Y si tu pecado es demasiado grave para que las lágrimas de tu arrepentimiento lo limpien, que las lágrimas de tu madre la Iglesia intercedan por ti. Ella, en efecto, está llena de compasión y siente un dolor espiritual totalmente maternal cuando ve a sus hijos arrastrados a la muerte por el pecado.
Texto bíblico:
Cuando terminó de enseñar al pueblo con estas palabras, Jesús entró en Cafarnaún.Había allí un capitán que tenía un sirviente muy enfermo al que quería mucho, y que estaba a punto de morir. Habiendo oído hablar de Jesús, le envió algunos judíos importantes para rogarle que viniera y salvara a su siervo. Llegaron donde Jesús y le rogaron insistentemente, diciéndole: «Este hombre se merece que le hagas este favor, pues ama a nuestro pueblo y nos ha construido una sinagoga». Jesús se puso en camino con ellos. No estaban ya lejos de la casa, cuando el capitán envió a unos amigos para que le dijeran: «Señor, no te molestes, pues ¿quién soy yo, para que entres bajo mi techo? Por eso ni siquiera me atreví a ir personalmente donde ti. Basta que tú digas una palabra y mi sirviente se sanará. Yo mismo, a pesar de que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y cuando le ordeno a uno: "Vete", va; y si le digo a otro: "Ven", viene; y si digo a mi sirviente: "Haz esto", lo hace». Al oír estas palabras, Jesús quedó admirado, y volviéndose hacia la gente que lo seguía, dijo: «Les aseguro, que ni siquiera en Israel he hallado una fe tan grande». Y cuando los enviados regresaron a casa, encontraron al sirviente totalmente restablecido. Jesús se dirigió poco después a un pueblo llamado Naím, y con él iban sus discípulos y un buen número de personas.
(Evangelio según San Lucas, 7, 1-11)
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