San Agustín (354-430)
Obispo de Hipona (Norte de África) y Doctor de la Iglesia
Discursos sobre los Salmos, Sal 121[122]1
“Me alegré porque me dijeron: 'Subiremos a la casa del Señor'. Y ahora hemos entrado en tus puertas, oh Jerusalén” (Sal 122,1-2). ¿Qué Jerusalén es ésta? En la tierra existe una ciudad con este nombre pero es una mera sombra de aquella otra Jerusalén. ¿Qué felicidad hay en estar en una Jerusalén de aquí abajo que no puede sostenerse por sí misma pero que cayó al suelo en ruinas?. No es de la Jerusalén de aquí abajo de la que habla alguien que tiene tanto amor, tanto anhelo, tan grande deseo de venir a Jerusalén, “nuestra madre”, de la que San Pablo dice que es “eterna en los cielos” (Gal 4, 26; 2Cor 5, 1).
“Oh Jerusalén, que tu paz esté en tu fortaleza” (Sal 122[121],7). Es decir, que tu paz esté en tu amor, porque tu amor es tu fuerza. Escuchemos el Cantar de los Cantares: “El amor es fuerte como la muerte” (8, 6). Y efectivamente, el amor destruye lo que hemos sido para que seamos, por una especie de muerte, lo que no fuimos. Esto era la muerte que obraba en aquel que dijo: “El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6, 14). De esta muerte hablaba el mismo apóstol cuando dijo: “Habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col 3, 3). Sí, “el amor es fuerte como la muerte”. Si el amor es fuerte entonces es poderoso; tiene gran fuerza; es la fuerza misma. Así que tu paz esté en tu fortaleza, oh Jerusalén. Que tu paz esté en tu amor.
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