Por Marilyn Salibi de: maronitas.org
El primero de noviembre, los cristianos celebramos una fiesta bendecida en la que honramos a todos los santos.
Son santos que residen en la casa celestial junto a la Virgen María y el Señor Jesús, santos que vivieron una vida terrena marcada por las virtudes.
Vivieron en rectitud, se armaron de valor y testimonio, y se armaron de fe y oración.
Son un ejemplo supremo de sacrificios, pues subieron montes escarpados llenos de espinas para llegar a la cumbre de la santidad, y con fuego furioso fueron quemados hasta convertirse en cenizas de dulce fragancia sobre el altar del Señor.
Superaron las pruebas fallidas de Satanás con convicción y firmeza, y soportaron la dificultad de vivir en una tierra erosionada por la corrupción, por lo que obtuvieron la vida eterna.
Son aquellos cuyas mentes no fueron cegadas por el rayo de oro material y transitorio, cuyas lenguas no fueron manchadas por la inmundicia del lenguaje ofensivo, y cuyas manos no fueron contaminadas por la sangre o la impureza.
Los santos derraman sobre la humanidad el aura de su santidad, son hilos radiantes que conectan los cielos y la tierra, fuertes cuerdas que dan al pecador la oportunidad de salvarse simplemente aferrándose a ellas.
A los creyentes, débiles pecadores, no nos queda más que entregar nuestra vida al Señor e imitar a todos los santos, y así esta fiesta es ocasión de nuestra salvación, recordando siempre que la santidad es para todos, porque "¡Tú también puedes ser un santo!"
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