San Agustín (354-430)
Obispo de Hipona (África del Norte) y Doctor de la Iglesia
La Ciudad de Dios, Libro 14
Vemos entonces que las dos ciudades fueron creadas por dos clases de amor: la ciudad terrena fue creada por el amor propio llegando al desprecio de Dios, la Ciudad Celestial por el amor de Dios llevado hasta el desprecio de sí mismo. De hecho, la ciudad terrena se gloria en sí misma, la Ciudad Celestial se gloria en el Señor. El primero busca gloria en los hombres (Jn 5,44), el segundo encuentra su máxima gloria en Dios, testimonio de una buena conciencia. Lo terrenal levanta la cabeza en su propia gloria, la Ciudad Celestial dice a su Dios: «Mi gloria; levantas mi cabeza» (Sal 3,4). En el primero, el ansia de dominación se enseñorea de sus príncipes como de las naciones que subyuga; en el otro, tanto los puestos en autoridad como los que están sujetos a ellos se sirven unos a otros con amor, los gobernantes por su consejo, los súbditos por la obediencia. La ciudad ama su propia fuerza mostrada en sus poderosos líderes; el otro dice a su Dios: «Te amaré, Señor mío, fortaleza mía» (Sal 18[17],2).
En consecuencia, en la ciudad terrena sus sabios, que viven según las normas de los hombres, han perseguido los bienes del cuerpo o de la propia mente, o de ambos. O aquellos que pudieron conocer a Dios «no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se hundieron en vanidad en sus pensamientos, y su necio corazón fue entenebrecido, al afirmar su sabiduría; adoraron y sirvieron a las cosas creadas en lugar del Creador, bendito por los siglos» (Rm 1,21-25). En la Ciudad Celestial, en cambio, la única sabiduría del hombre es la devoción que adora rectamente al Dios verdadero, y busca su recompensa en la comunión de los santos, no sólo de los santos hombres, sino también de los santos ángeles, «para que Dios sea todo en todos» (1Cor 15,28).
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