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«De ellos es el reino de los cielos»


#Maronitas

Beato Guerric de Igny (c.1080-1157)

abad cisterciense

Sermón para Todos los Santos, 3,5-6 (trad. ©Publicaciones cistercienses, 1971, alt.)


“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3). Claramente aquellos que son verdaderamente bendecidos son aquellos que se deshacen de las cargas baratas pero pesadas de este mundo y renuncian a todos los deseos de cualquier riqueza excepto la riqueza del Creador del mundo únicamente. Por Él son como aquellos que, sin tener nada, lo poseen todo en él (2 Cor 6, 10).


¿No poseen verdaderamente todas las cosas si tienen a Dios por porción y herencia (Sal 141, 6) y poseen a Aquel que contiene todas las cosas y dispone de todas ellas? Éste es el Dios que, para que a los que le temen, para que no les falte nada (Sal 33, 10), les da para su uso todas las cosas fuera de Él, en la medida que sabe que les conviene, y guarda su propio yo para su máximo disfrute. Por tanto, hermanos, alegrémonos de ser pobres para Cristo, pero cuidemos también de ser humildes para Cristo. Nadie es más digno de nuestro desprecio que un pobre orgulloso.


“El reino de Dios no es cuestión de comida ni de bebida, sino de justicia, de paz y de gozo en el Espíritu Santo” (Rom 14, 17). Si sentimos que tenemos todo esto dentro de nosotros, ¿por qué no proclamamos con confianza que el reino de Dios está dentro de nosotros? (Lc 17, 21).


Ahora bien, lo que hay dentro de nosotros realmente nos pertenece, porque nadie puede quitárnoslo contra nuestra voluntad. Por eso, cuando proclama la felicidad de los pobres, el Señor tiene razón al decir: "de ellos es el reino de Dios" y no que "será de ellos". Es suyo por derecho indiscutible. Pero también lo es por un compromiso certero y por su feliz disfrute. Es suyo no sólo porque el reino les fue preparado desde la fundación del mundo (Mt 25, 34), sino también porque ya han comenzado a entrar en algún tipo de posesión del mismo. Ya tienen tesoro celestial en vasos de barro (2 Co 4, 7); ya llevan a Dios en cuerpo y corazón.

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