San Cipriano (c.200-258)
Obispo de Cartago y mártir
El bien de la paciencia, 4-5; PL 4, 624-625 (©Padres de la Iglesia Inc.)
¡Pero qué maravillosa y qué grande es la paciencia de Dios!. Él hace salir el día y hacer brillar el sol por igual sobre buenos y malos (Mt 5, 45). Cuando riega la tierra con lluvias, nadie queda excluido de sus beneficios, sino que derrama sus lluvias sin distinción sobre justos e injustos. Vemos que, por voluntad de Dios, con una indivisible uniformidad de paciencia hacia los culpables y los inocentes, los religiosos y los impíos, los agradecidos y los ingratos, las estaciones obedecen y los elementos sirven, los vientos soplan, las fuentes manan, Las cosechas aumentan en abundancia, los frutos de las vides maduran, los árboles se cargan de frutos, las arboledas se vuelven verdes y los prados florecen. Y aunque la venganza está en su poder, prefiere ser paciente en su paciencia, es decir, esperar firmemente y demorarse en su misericordia, para que, si es posible, en algún momento la larga carrera de la malicia cambie, y el hombre pueda convertirse a Dios incluso en una hora tardía, como él mismo advierte y dice: “No deseo la muerte del que está muriendo, sino que vuelva a mí y viva” (Ez 33, 11). Y nuevamente: “Volveos al Señor vuestro Dios, que es misericordioso, amoroso, paciente y compasivo” (Jl 2, 13).
Ahora, Jesús nos dice: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Dijo que es así como los hijos de Dios se perfeccionan; mostró que es así como alcanzamos nuestra meta, y enseñó que somos restaurados por un nacimiento celestial si la paciencia de Dios Padre permanece en nosotros, si la semejanza divina que Adán perdió por el pecado se manifiesta y brilla en nosotros nuestras acciones.
¡Qué gloria es llegar a ser como Dios! ¡Qué maravilla y qué gran felicidad poseer entre nuestras virtudes lo que se puede equiparar a los méritos divinos!
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