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La parábola de la vid


#maronitas

San Ambrosio (c.340-397)

Obispo de Milán y Doctor de la Iglesia

Comentario al Evangelio de san Lucas, 9, 29-30 (cf. SC 52, p.150)


La vid nos simboliza porque el pueblo de Dios, injertado en la cepa de la vid eterna (Jn 15, 5), brota sobre la tierra. Como florecimiento de una tierra inflexible, cuanto más brotes y flores produce la vid y más verdor produce, más se parece al yugo deseable de la cruz cuando, ya desarrolladas, sus ramas extendidas forman los sarmientos de una viña fructífera. Con razón, pues, llamamos vid al pueblo de Cristo, ya sea porque se marca la frente con la señal de la cruz (Ez 9, 4), ya porque sus frutos se recogen en la última estación del año, o porque, así como en las filas de una viña, pobres y ricos, humildes y poderosos, siervos y amos, todos los que están en la Iglesia comparten una perfecta igualdad.


Cuando las vides están atadas, se mantienen erguidas; cuando se podan no es para reducirlas de tamaño sino para hacerlas crecer. Así sucede con este pueblo santo: si está atado, queda libre; si es humillado, se mantiene erguido; si se corta, en realidad se le da una corona. Mejor aún: así como un brote tomado de un árbol viejo se injerta en otra raíz, así este pueblo santo, nutrido del árbol de la cruz, crece y se extiende. Y el Espíritu Santo fluye en nuestros cuerpos como derramado en los surcos del campo, limpiando todo lo inmundo y enderezando nuestros miembros para guiarlos hacia el cielo.


El Viñador acostumbra a desyerbar esta vid, a estacarla y podarla (Jn 15, 2)... a veces calienta los lugares escondidos de nuestro cuerpo con el sol, a veces los riega con la lluvia. Se deleita en desyerbar su tierra para que la maleza no dañe los brotes; cuida que las hojas no den demasiada sombra, no priven de luz nuestras virtudes ni dificulten la maduración de nuestros frutos.

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