San Juan Enrique Newman (1801-1890)
Cardenal, fundador del Oratorio en Inglaterra, teólogo
PPS, vol.2, no.3
El Verbo era desde el principio, el Hijo Unigénito de Dios. Antes de la creación del universo, aun antes de que existiera el tiempo, en el seno del Padre eterno, ya existía: Dios de Dios, Luz de Luz, supremamente bienaventurado en su conocimiento del Padre y en el conocimiento que el Padre tenía de él; recibiendo toda la perfección divina de Él, pero siempre uno con Aquel que lo había engendrado. Como está escrito al principio del Evangelio: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios”.
Después de que el hombre hubo caído, pudo, de hecho, haber permanecido en la gloria que tenía con el Padre. Pero ese amor insondable, que se dio a conocer en el origen de nuestra creación, no queriendo ver arruinada su obra, le hizo descender del seno de su Padre para cumplir su voluntad y restaurar el mal causado por el pecado. Con maravillosa indulgencia vino, no revestido de poder sino en debilidad, bajo la forma de un siervo, a semejanza de ese mismo hombre caído que tenía el propósito de levantar. Así se humilló a sí mismo, sufriendo todos los impedimentos de nuestra naturaleza, en una carne pecaminosa como la nuestra, como un pecador pero sin pecado, inocente de toda culpa pero sujeto a toda tentación y, al final, "obediente hasta la muerte, y muerte en una cruz” (Fil 2,8).
Así el Hijo de Dios se hizo Hijo del Hombre, mortal, pero sin pecado; el heredero de nuestras enfermedades pero no de nuestra culpa; rechazado por la raza antigua, pero fuente de la nueva creación de Dios (cf. Ap 3,14). María, su madre, otorgó una naturaleza creada al que era su Creador. Y así vino a este mundo, no sobre las nubes del cielo, sino nacido aquí abajo, nacido de mujer. Él era el hijo de María, y ella, la Madre de Dios. Él era verdaderamente Dios y hombre, pero una sola persona, un solo Cristo.